¡Ey Tecnófilos!, ¿qué está pasando por ahí?
Hace años que escuché, casi por casualidad, una historia que me sacudió el alma como pocas otras: la teoría de las cinco pelotas de Brian Dyson, aquel expresidente de Coca-Cola que se permitió, desde la cima del mundo empresarial, lanzar un mensaje simple, directo y profundamente humano.
La metáfora es tan poderosa como sencilla: la vida es un malabarismo constante, donde jugamos con cinco pelotas en el aire. Una de goma —el trabajo— y cuatro de cristal: la familia, la salud, los amigos y el espíritu. Si se te cae la de goma, rebota. Si se cae cualquiera de las otras, puede quebrarse, estropearse o romperse para siempre.
Y no, no es postureo, ni buenismo, ni frase de autoayuda. Es una verdad tallada a cincel en mi experiencia, en mis cicatrices, en cada amanecer que agradezco con más consciencia.
Yo, que he sido empresario toda mi vida, que he madrugado más de lo que he dormido, que he arriesgado hasta el alma por levantar proyectos, reconozco, sin pudor, que durante años lancé al aire las cinco pelotas con arrogancia. Creía que podía con todo. Que las de cristal eran duras, que aguantarían. Que mi fuerza de voluntad bastaría para sostenerlo todo.
Error. Monumental error.
Con los años, con los golpes, con los afectos que se desgastan y la salud que empieza a enviar señales de alerta, uno empieza a ver con otra luz esa imagen. Yo no quiero que se me caigan esas pelotas frágiles. No quiero dejar de ver la sonrisa de mi mujer, esa flor única que cultiva mi jardín desde hace más de tres décadas. No quiero perder la risa espontánea de mis hijas, el abrazo leal de mis amigos verdaderos, ni la paz íntima que me da saber que tengo un propósito, una brújula ética, una razón para levantarme más allá del beneficio empresarial.
Porque sí, Tecnófilos, podemos ser ambiciosos, visionarios, emprendedores hasta la médula. Podemos creer en la excelencia, la competitividad y la innovación como herramientas de transformación. Podemos tecnificarnos, digitalizarnos, “tecnologizarnos o morir»»… Pero si no protegemos lo que somos en esencia, si no cuidamos lo que nos hace humanos, nos habremos convertido en máquinas exitosas y vacías.
Yo ya no quiero ser solo eso. No quiero mirar atrás y descubrir que el precio del éxito fue demasiado alto. He aprendido que hay llamadas que no pueden esperar, comidas familiares que valen más que un consejo de administración, y abrazos que, si no se dan a tiempo, se pierden para siempre.
Por eso reivindico, con vehemencia y emoción, esta teoría de Dyson. Porque me representa. Porque me recuerda que hay que parar, priorizar, respirar. Porque, por encima de todo, creo en el equilibrio. Porque sé que sin salud no hay energía, sin familia no hay raíces, sin amigos no hay sostén, y sin espíritu… no hay norte.
Así que, desde este rincón de palabras y convicciones, os lo digo claro: No se trata de dejar de trabajar. Se trata de trabajar sin dejar de vivir. De vivir sin romper las pelotas de cristal. De no ser tan idiotas como para confundir lo urgente con lo importante.
Y si hay que repetirlo cada día frente al espejo, que así sea. Que no se nos olvide.
¡Se me tecnologizan!
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