La mala educación en el gimnasio. Opinión

"La parte mala del gimnasio no está en las máquinas, ni en el peso, ni en el cansancio. La parte mala está en las formas. O mejor dicho: en la falta de ellas"

"La parte mala del gimnasio no está en las máquinas, ni en el peso, ni en el cansancio. La parte mala está en las formas. O mejor dicho: en la falta de ellas"
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¡Ey Tecnófilos! ¿Qué está pasando por ahí?

El próximo 1 de septiembre cumpliré un año exacto entrenando a diario —sí, todos los días de la semana— en el gimnasio de Luis. Un gimnasio con alma, bien gestionado, que forma parte de un hotel y que, por tanto, convive con dos tipos de usuarios: los fijos y los eventuales. Los de rutinas milimetradas y los de paso fugaz. Los que madrugan cada día y los que vienen a compensar el buffet libre.

Yo no pisaba un gimnasio desde hacía casi cuarenta años. Cuatro décadas sin saber lo que era una prensa de piernas, un curl de bíceps o una sentadilla con barra guiada. Y reconozco que volver ha sido revelador. Para bien… y para mal.

La parte buena es personal: he descubierto que uno puede reconstruirse físicamente a base de constancia, que el cuerpo agradece cada gota de sudor honesto y que hay una satisfacción silenciosa en cumplir contigo mismo antes de que el mundo despierte.

Pero la parte mala no está en las máquinas, ni en el peso, ni en el cansancio. La parte mala está en las formas. O mejor dicho: en la falta de ellas.

Porque el gimnasio, como ecosistema, refleja a la sociedad. Y lo que uno ve —cada mañana a las 7:15— es que la mala educación está más en forma que muchos de los que entrenan allí.

Aproximadamente un 80% de las personas que frecuentan el gimnasio —fijos o de paso— son educadas, respetuosas, civilizadas. Saludan al entrar, agradecen si les cedes una máquina, devuelven las pesas a su sitio y no creen que sudar les dé derecho a gruñir como si vivieran en una cueva.

Pero hay un 20% que no

. Que entra como si el gimnasio fuera su propiedad privada. Que no suelta ni un “buenos días” aunque Luis —siempre atento— lo proclame con energía cada mañana. Un 20% al que cuesta arrancarle una sonrisa… y ya no digamos un saludo.

Y dentro de ese 20%, hay una élite del desdén: un 20% del 20% que ni contesta. Que apenas articula un gruñido, un bufido nasal, como si tu simple existencia les estorbara. Como si decir “hola” les restara masa muscular.

¿Lo más llamativo? La mayoría de estos especímenes son hombres. En mi experiencia diaria, la mala educación se reparte en una proporción aproximada de 60% masculina frente a un 40% femenina. Y aunque los porcentajes son aproximados, la impresión es nítida.

No se trata de demonizar a nadie. Se trata de constatar un patrón: muchos hombres confunden la educación con debilidad. Creen que no saludar es una muestra de poder. Que ir a lo suyo es sinónimo de seriedad. Que ignorar al otro les hace parecer duros, enfocados, dominantes.

No. Lo que les hace parecer es maleducados. Y lo que son, en muchos casos, es emocionalmente analfabetos.

Porque saludar no cuesta nada. Y quien no es capaz de regalar lo que no cuesta nada… ¿qué va a dar cuando toque dar algo de verdad?

El gimnasio me ha devuelto fuerza, disciplina y energía. Pero también me ha recordado algo que ya sabía: se puede entrenar el cuerpo a diario y seguir siendo un flojo por dentro. Porque el músculo más importante sigue siendo el que nos permite mirar a otro ser humano a los ojos y decir, simplemente: buenos días.

¡Se me tecnologizan!

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